martes, 19 de marzo de 2013

Honores a la bandera


Son las 5:30 de la tarde, mis trascendentales labores de IBM me agobian, eso, caminar con un sol abrumador por la colonia Centro, el horario que continua robándome valiosos minutos de sueño, las señoras regordetas que se me atraviesan como queriendo venderme una caja de antitranspirantes (o más bien, yo queriendo comprárselas... obsequiárselas) y una tarea a todas luces inútil, que me distrajo de mi labor como fotocopiador oficial de la Secretaría de Cultura, hacen que el tedio de la media tarde capitalina sea un poco más insoportable de lo que regularmente es.
Aun con todo lo anterior, disfruto cada uno de mis pasos. Atravieso por República de Chile, doblo en Cinco de Mayo hacía la torre poniente de la Catedral, y como diría Juan Manuel Barrientos, abstraigo la mierda que ocupa la parte baja del Centro: anuncios luminosos, ambulantes, gritos, orines, suciedad, y todos los pintorescos cuadros que Marcelo trata de erradicar del Centro, argumentando que los ambulantes se cansarán primero. Yo pienso lo contrario.



Entrego la correspondencia que recogí en Chile y salgo al cuarto para las seis. Una multitud de muchachas parlotea, ríe, grita, llora y se mueve por el primer patio del Museo de la Ciudad; pregunto al vigilante de que se trata, -son las quinceañeras apadrinadas por Ebrard, que mañana harán aquí…-, apenas escuché la palabra “quinceañeras” me precipité por República de Uruguay, huyendo del recuerdo de Noche de Vals y Les Rois du Monde, de aquellas dos horas extra…de aquel enemigo público número uno, también llamado padrino.
Los gritos de “¡Comida corrida 30 pesos!” anuncian quizás la última orden de alimentos balanceados, amablemente servidos por aquellos tepichines de los que ya hasta me hice amigo; caso contrario, se grita igual la primera de muchas rondas de platanitos machos con mermelada y azúcar, churros, papas fritas remojadas en aceite de dudosa procedencia, camotes y plátanos con lechera (acompañados claro, del respectivo sonido ensordecedor del carrito de los camotes, cuyo nombre, si es que lo tiene, ignoro). Camino en medio de aquella acera de delicias culinarias y embriagantes (no olvidemos a La Asquerosa) sintiendo un verdadero antojo por todo lo que veo a mí alrededor, pero estando convencido de que aquellos inocentes esquites me otorgarán media semana de contemplación y arrepentimiento…en el baño.
Decido no comprar nada y enfilarme hacía el Zócalo, a lo que iba desde un principio. Atravieso el sitio donde estuvo la Plaza del Volador y que, hoy como entonces, alberga dentro de si a uno que otro ladrón, con la diferencia de que ahora visten con traje y corbata; una vagoneta blanca casi me arrolla en el cruce de Corregidora y Pino Suárez, justo en el punto donde empezaba la Acequia Real. Sigo mi marcha.
Llego así a la Plaza de la Constitución, los militares ya cierran el paso, forman un cuadrado perfecto en medio del Zócalo, quitan a los turistas y defeños que se mueven cual minutero de reloj de sol, cortan cartucho (e inspiración) a las parejillas que se quedan acostados en medio de un espacio semivacío, y eso sí, batallan con un teporocho que se encuentra perdido, acostado boca abajo en el concreto, con Dios sabe cuantos litros de alcohol en sus entrañas y completamente ajeno a la ocasión, al mundo, aquella bandera tricolor no representa a su tan venerado Estado de Ebriedad. Que rejalada debe ser la vida para él, como para tenerle envidia.
Un soldado se acerca al infortunado teporochín, le toca el hombro con un poco de asco, como tratando de no ensuciar su impecable guante blanco, yo y mi vecino estadounidense de camisa hawaiana lo hacemos víctima de nuestras videocámaras (o celulares, pues), suena la trompeta y por la puerta principal de Palacio Nacional asoman tres militares de alto rango y 100 elementos más, entre banda de guerra y escoltas.
Son las seis en punto, la comitiva se acerca y el teporocho nomás no despierta, las risas comienzan a distribuirse en los alrededores y otro soldado sale de entre la multitud para hacerse cargo del bulto humano que entorpece el paso de los militares -¿¡Pero qué ganan con tomar, Dios mío!?- Digo en voz alta, secundado por la viejilla con cara de buena onda que está a mi lado.

Fotografía tomada de: www.manuelvelasquezphoto.blogspot.com

La comitiva se postra debajo de la enseña nacional y esta comienza a descender al ritmo que marca la banda de guerra. Un pequeño militar corre tratando de alcanzar la punta de la bandera, porque eso sí, nunca debe tocar el suelo. Yo y un sinfín de compatriotas saludamos con un orgullo que ya hubiéramos querido tener en segundo de primaria o esta misma mañana, cuando seguramente cambiamos de estación para no escuchar la casi irreconocible obra de Bocanegra. “Mejor póngale a las serenatas, chofer.”
Fugazmente pienso en aquella horrible y lamentable imagen de 1847, aquella que representa la única ocasión en que una bandera que no es la nuestra ha sido izada y arreada en aquel lugar.
Se acaba pronto, y con la misma solemnidad con la que salieron, los militares regresan al Palacio con un gesto serio pero amable si alguien se acerca de preguntón. La Plaza de la Constitución (de Cádiz) vuelve a su actividad normal, que actualmente consiste en: soportar a los quejumbrosos de siempre, albergar a los enamorados, y por último, darme ánimos para lo que serán, como mínimo, dos horas de transporte público.







PD: El teporocho siguió ahí, tal vez hasta las seis de la mañana, hora en que la bandera más hermosa del mundo es izada nuevamente.

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