Son las 5:30 de la tarde, mis
trascendentales labores de IBM me agobian, eso, caminar con un sol abrumador
por la colonia Centro, el horario que continua robándome valiosos minutos de
sueño, las señoras regordetas que se me atraviesan como queriendo venderme una
caja de antitranspirantes (o más bien, yo queriendo comprárselas... obsequiárselas)
y una tarea a todas luces inútil, que me distrajo de mi labor como fotocopiador
oficial de la Secretaría de Cultura, hacen que el tedio de la media tarde
capitalina sea un poco más insoportable de lo que regularmente es.
Aun con todo lo
anterior, disfruto cada uno de mis pasos. Atravieso por República de Chile,
doblo en Cinco de Mayo hacía la torre poniente de la Catedral, y como diría
Juan Manuel Barrientos, abstraigo la mierda que ocupa la parte baja del Centro:
anuncios luminosos, ambulantes, gritos, orines, suciedad, y todos los
pintorescos cuadros que Marcelo trata de erradicar del Centro, argumentando que
los ambulantes se cansarán primero. Yo pienso lo contrario.
Entrego la
correspondencia que recogí en Chile y salgo al cuarto para las seis. Una multitud
de muchachas parlotea, ríe, grita, llora y se mueve por el primer patio del Museo
de la Ciudad; pregunto al vigilante de que se trata, -son las quinceañeras
apadrinadas por Ebrard, que mañana harán aquí…-, apenas escuché la palabra
“quinceañeras” me precipité por República de Uruguay, huyendo del recuerdo de Noche de Vals y Les Rois du Monde, de aquellas dos horas extra…de aquel enemigo público
número uno, también llamado padrino.
Los gritos de “¡Comida
corrida 30 pesos!” anuncian quizás la última orden de alimentos balanceados,
amablemente servidos por aquellos tepichines de los que ya hasta me hice amigo;
caso contrario, se grita igual la primera de muchas rondas de platanitos machos
con mermelada y azúcar, churros, papas fritas remojadas en aceite de dudosa
procedencia, camotes y plátanos con lechera (acompañados claro, del respectivo
sonido ensordecedor del carrito de los camotes, cuyo nombre, si es que lo
tiene, ignoro). Camino en medio de aquella acera de delicias culinarias y embriagantes
(no olvidemos a La Asquerosa) sintiendo un verdadero antojo por todo lo que veo
a mí alrededor, pero estando convencido de que aquellos inocentes esquites me otorgarán
media semana de contemplación y arrepentimiento…en el baño.
Decido no comprar nada
y enfilarme hacía el Zócalo, a lo que iba desde un principio. Atravieso el
sitio donde estuvo la Plaza del Volador y que, hoy como entonces, alberga dentro
de si a uno que otro ladrón, con la diferencia de que ahora visten con traje y
corbata; una vagoneta blanca casi me arrolla en el cruce de Corregidora y Pino
Suárez, justo en el punto donde empezaba la Acequia Real. Sigo mi marcha.
Llego así a la Plaza de
la Constitución, los militares ya cierran el paso, forman un cuadrado perfecto
en medio del Zócalo, quitan a los turistas y defeños que se mueven cual
minutero de reloj de sol, cortan cartucho (e inspiración) a las parejillas que
se quedan acostados en medio de un espacio semivacío, y eso sí, batallan con un
teporocho que se encuentra perdido, acostado boca abajo en el concreto, con Dios
sabe cuantos litros de alcohol en sus entrañas y completamente ajeno a la
ocasión, al mundo, aquella bandera tricolor no representa a su tan venerado
Estado de Ebriedad. Que rejalada debe ser la vida para él, como para tenerle
envidia.
Un soldado se acerca al
infortunado teporochín, le toca el hombro con un poco de asco, como tratando de
no ensuciar su impecable guante blanco, yo y mi vecino estadounidense de camisa
hawaiana lo hacemos víctima de nuestras videocámaras (o celulares, pues), suena
la trompeta y por la puerta principal de Palacio Nacional asoman tres militares
de alto rango y 100 elementos más, entre banda de guerra y escoltas.
Son las seis en punto,
la comitiva se acerca y el teporocho nomás no despierta, las risas comienzan a
distribuirse en los alrededores y otro soldado sale de entre la multitud para
hacerse cargo del bulto humano que entorpece el paso de los militares -¿¡Pero
qué ganan con tomar, Dios mío!?- Digo en voz alta, secundado por la viejilla
con cara de buena onda que está a mi lado.
Fotografía tomada de: www.manuelvelasquezphoto.blogspot.com
La comitiva se postra
debajo de la enseña nacional y esta comienza a descender al ritmo que marca la
banda de guerra. Un pequeño militar corre tratando de alcanzar la punta de la
bandera, porque eso sí, nunca debe tocar el suelo. Yo y un sinfín de
compatriotas saludamos con un orgullo que ya hubiéramos querido tener en
segundo de primaria o esta misma mañana, cuando seguramente cambiamos de
estación para no escuchar la casi irreconocible obra de Bocanegra. “Mejor
póngale a las serenatas, chofer.”
Fugazmente pienso en
aquella horrible y lamentable imagen de 1847, aquella que representa la única
ocasión en que una bandera que no es la nuestra ha sido izada y arreada en
aquel lugar.
Se acaba pronto, y con
la misma solemnidad con la que salieron, los militares regresan al Palacio con
un gesto serio pero amable si alguien se acerca de preguntón. La Plaza de la
Constitución (de Cádiz) vuelve a su actividad normal, que actualmente consiste
en: soportar a los quejumbrosos de siempre, albergar a los enamorados, y por
último, darme ánimos para lo que serán, como mínimo, dos horas de transporte
público.
PD:
El teporocho siguió ahí, tal vez hasta las seis de la mañana, hora en que la
bandera más hermosa del mundo es izada nuevamente.
No hay comentarios:
Publicar un comentario