jueves, 20 de diciembre de 2012

El Bar


¡La copa se apura, la dicha se agota;
de un sorbo tomamos mujer y licor…
Dejamos las copas…Si queda una gota,
que beba el lacayo las heces del amor!
Manuel Gutiérrez Nájera, “Para un Menú”

Bastarían las anteriores palabras para describir todo lo que encierra el libro escrito por Rubén M. Campos (1876-1945), de hecho, a muchos nos bastaría con el título: un artículo, dos consonantes y una vocal que sabemos enlazan vidas, destruyen sueños y ya crean momentos gloriosos, ya los omiten para aquel que no desea recordarlos. No se necesita más, a secas, el manuscrito póstumo del poeta modernista se llama: El Bar. Necesitarían no haber estado en uno para subestimar el título, pero de requerir algo más podría ser: La vida literaria de México en 1900.

Imagen de: Mi Méjico de ayer


Un año en apariencia tranquilo, una época, como rezaba el lema de Don Porfirio: “de orden y progreso”, un tiempo en el que se leía a Edgar Poe y a Víctor Hugo; en el que se lanzaban vítores a quienes, colmados todos los palcos del Teatro Nacional, daban vida a los personajes de La Bohemia de Giacomo Puccini; los caballeros vestían de levita y sombrero de copa y las damas con corsé, previo diseño de Madame Marnat, y guante blanco, mismo que únicamente se quitaban a la hora de amar; un tiempo, en resumen, esplendoroso, tranquilo, libre de todas las guerras y convulsiones políticas que más que la excepción, fueron la regla en el siglo que terminaba.
Desbordantes relatos y crónicas del anagramático Benamor Cumps nos dan cuenta de todo lo anterior y más, pero también pintan y recrean a ese otro México de 1900, ese que sacrificó muchas libertades en aras del progreso, que se entregó en bandeja de plata a las inversiones extranjeras, aquel que diez años después estallaría en un movimiento armado que sigue sin rendir a sus hacedores las recompensas que algún día les prometió.
Así Benamor llegará de su natal Guanajuato a la capital con la mira puesta en adentrarse al círculo de intelectuales que dominaba la ciudad, dándonos con esto, la primera de las muchas formas de interpretar y recorrer esta obra, pues si se quiere puede leerse desde el punto de vista demográfico y encontrarnos así con ese centralismo que nunca hemos podido erradicar; el político encuentra un libro útil al vivir en carne propia la opresión enmascarada de régimen democrático, “la constitución convertida en leña” y maravillarse con los encuentros entre Don Porfirio y Jesús Valenzuela (líder moral de los modernistas); el ateo puede encontrar su símil en las ideas de Raúl Clebodet (Alberto Leduc) y su idea respecto a la peregrinación del 12 de diciembre en la Villa de Guadalupe: “muchedumbres haraposas que vienen por todas partes en peregrinaciones miserables de abnegación estúpida |…| la obra del fraile está en esta regia basílica infestada de indios como una cama de metal de chinches”.
Puede leerse como un mapa de aquella ciudad que ya no existe, en la que pueblos como Coyoacán, Cuajimalpa, Tlalpan, y Tacuba estaban a dos horas en tranvía más las escalas a caballo que tenían que recorrerse para llegar a ellos. Es también una mirada a esa ciudad nocturna, cuyos bares, tabernas y pulquerías se han quedado en el olvido, se han desplazado o simplemente pasaron a la clandestinidad; es, en aquellos lugares de perdición donde vemos a los héroes de nuestra historia de bronce convivir como los seres humanos que en realidad fueron, ya Justo Sierra se echa un trago y platica sobre hamacas y maquinas de ejercicio con Campos y José Juan Tablada; ya Manuel Gutiérrez Nájera, Julio Ruelas (ilustrador de la Revista Moderna que hoy descansa junto a Carlos Fuentes y Don Porfirio en Montparnasse), Amado Nervo, Campos y casi una veintena de poetas acompañan a Valenzuela hasta su casa en el entonces pueblo de San Pedro de los Pinos, y ante la envidia de quien lee por no poder, dada la inmensidad de la situación, imaginarse ahí, solo nos queda repetir las palabras de la esposa de Valenzuela, quien al ver a la muchedumbre de intelectuales cayendo de improviso, exclama:
-“¡Ah, que Tuti!”

Portada de la Revista Moderna, agosto de 1900
Fuente: HNDM

Ágapes y comilonas dignas de la boda y hasta el divorcio de cualquier Camacho se nos atraviesan por doquier, ya todos los modernistas (y uno que otro escritor ajeno al grupo) van en tranvía hasta Huipulco, en donde Campos, Ruelas y Baudelio Contreras desayunan tacos de rajas y comienzan el día bebiendo tlachique (aguamiel), luego, junto en compañía de algunas señoritas recién llegadas de los Estados Unidos, abordan dos trajineras en las que recorren las cristalinas y tibias aguas de la entonces acanalada Nativitas. Tiempo después organizan otra salida rumbo al abandonado Desierto de los Leones para lo cual se proveen de dos jumentos, el uno equipado con mole y arroz, y el otro cargado de dos barriles rebosantes de pulque de piñón y de fresa, desafortunadamente para ellos y afortunadamente para nosotros, en el ascenso al ex convento olvidan al burro de la comida, por lo que solo queda embriagarse y esperar a que Campos atrape, descabecé y cocine a las primeras gallinas que vea pasar frente a ellos, ignorando que la dueña de las mismas saldrá furibunda para molerlo a palos.
Cuarenta capítulos, un anexo con poemas o prosas de cada uno de los modernistas (Nervo, Díaz Mirón, Tablada, Sierra, Rebolledo, Valenzuela, entre otros) y unas cuantas fotografías y retratos del autor conforman a este magnífico ejemplar que continúa sin recibir la atención que se merece.


Afortunadamente, El Bar pertenece a la colección Ida y Vuelta al Siglo XIX, lo cual además de su calidad, garantiza su disponibilidad y su bajo costo (ventajas de que las librerías UNAM acumulen tanto polvo). Podría seguir recomendando este libro mediante cientos de hojas y miles de alabanzas, pero, en aras de captar mejor su esencia, preferiría que nos sirviésemos un trago y lo discutiéramos a la vez que nos entregamos a los siempre amorosos y reconfortantes brazos de Dioniso o Mayahuel, según gusten.




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